jueves, 11 de agosto de 2016
domingo, 7 de agosto de 2016
PERÚ: PORQUE LA DELINCUENCIA NO VA A SER ERRADICADA
PERÚ: PORQUE
LA DELINCUENCIA NO VA A SER ERRADICADA
El
Padrino de Mario Puzzo
Amerigo Bonasera estaba sentado en la
Sala 3 de lo Criminal de la Corte de Nueva York. Esperaba
justicia. Quería que los hombres que tan cruelmente habían herido a su hija, y
que, además, habían tratado de deshonrarla, pagaran sus culpas.
El juez, un hombre de formidable
aspecto físico, se recogió las mangas de la toga, como si se dispusiera a
castigar físicamente a los dos jóvenes que permanecían de pie delante del
tribunal. Su expresión era fría y majestuosa. Sin embargo, Amerigo Bonasera
tenía la sensación de que en todo aquello había algo de falso, aunque no podía
precisar el qué.
– Actuaron ustedes como unos completos
degenerados –dijo el juez, severamente.
Eso, eso, pensó Amerigo Bonasera.
Animales. Animales. Los dos jóvenes, con el cabello bien cortado y peinado, y
el rostro claro y limpio, eran la viva imagen de la contrición. Al oír las
palabras del juez, bajaron humildemente la cabeza.
– Actuaron ustedes como bestias
salvajes –prosiguió el juez–; y menos mal que no agredieron sexualmente a
aquella pobre chica, pues ello les hubiera costado una pena de veinte años.
El representante de la
justicia hizo una pausa. Sus ojos, enmarcados
por unas cejas sumamente pobladas, miraron disimuladamente al pálido Amerigo
Bonasera, para luego detenerse en un montón de documentos relacionados con el
caso que tenía delante. Frunció el ceño, como si lo que iba a decir a
continuación estuviera en desacuerdo con su punto de vista.
– Pero teniendo en cuenta su
edad, su limpio historial, la buena reputación de sus familias... y porque la
ley, en su majestad, no busca venganzas de tipo alguno, les condenó a tres años
de prisión. La sentencia queda en suspenso.
15.07.2016 | 22:57 pm
Ayacucho: agresor que golpeó a mujer en hostal fue excarcelado esta tarde
La sala consideró que Adriano Pozo ocasionó "lesiones leves" a su víctima. Hoy fue trasladado del penal hacia una de las propiedades de su familia
Gracias a que llevaba cuarenta años en
contacto más o menos directo con el dolor, pues era propietario de una
funeraria, el rostro de Amerigo Bonasera no dejó traslucir en absoluto la
decepción y el inmenso odio que le embargaban. Su joven y bella hija estaba
todavía en el hospital, reponiéndose de su mandíbula rota ¿y aquellas dos
bestias iban a quedar en libertad? ¡Todo había sido una
farsa! Miró a los felices padres, que en ese
momento rodeaban a sus queridos hijos, y pensó que eran plenamente dichosos; no
cabía la menor duda, sus sonrisas así lo indicaban.
Por la garganta de Bonasera subió una
hiel negra y amarga, que le llegó a los labios a través de los dientes
fuertemente apretados. Se limpió la boca con el blanco pañuelo que llevaba en
el bolsillo. En aquel preciso instante los dos
jóvenes pasaron junto a él, sonrientes y confiados, sin dignarse a dirigirle
una mirada. Bonasera no dijo nada; se limitó a apretar el pañuelo contra
sus labios.
Los padres de las bestias iban detrás.
Tanto ellos como ellas tenían más o menos su edad;
pero vestían de forma más americana. Le miraron a hurtadillas. La
vergüenza se reflejaba en sus caras, aunque en sus ojos brillaba una luz
triunfante. Entonces Bonasera perdió el control.
– ¡Os prometo
que lloraréis como yo he llorado! –gritó amargamente–. ¡Os haré llorar como
vuestros hijos me hacen llorar a mí! –había llevado el pañuelo hasta sus
ojos.
Los abogados defensores, con la mano
en el brazo de sus defendidos, indicaron a éstos que siguieran pasillo
adelante, pues los dos jóvenes habían retrocedido unos pasos, como si quisieran
proteger a sus padres, aunque ya un gigantesco alguacil corría para cerrar el
paso a Bonasera. Pese a todo, no era necesario.
Durante los años que llevaba
en América, Amerigo Bonasera había confiado en la ley, y no había tenido
problemas. En ese momento, a pesar de que en su cerebro hervía el
odio, a pesar de sus inmensos deseos de comprar
un arma y matar a los dos jóvenes, Bonasera se volvió hacia su mujer,
que todavía no se había dado cuenta de la farsa que se había desarrollado ante
sus ojos.
– Nos han puesto en ridículo –le dijo.
Guardó silencio y luego, con voz
firme, sin temor alguno al precio que pudieran exigirle, añadió:
– Si queremos justicia,
deberemos arrodillarnos ante Don Corleone.
………………………
Amerigo Bonasera siguió a
Hagen hasta el despacho, donde encontró a Don Corleone sentado detrás de una
mesa imponente. Sonny Corleone
estaba de pie junto a la ventana, mirando al jardín. Por vez primera en el
curso de aquella tarde, el Don se conducía con frialdad. No abrazó ni dio la
mano al visitante. El pálido empresario de pompas fúnebres debía su invitación
al hecho de que su esposa y la del Don eran amigas íntimas. En cuanto a Amerigo
Bonasera, el Don estaba muy resentido con él.
Bonasera empezó su
petición hábilmente y dando muchos rodeos.
– Debe usted excusar a mi hija, la
ahijada de su esposa, por no haber venido hoy. Todavía está en el hospital.
Miró a Sonny Corleone y a Tom Hagen, como indicando que no quería hablar
delante de ellos. Pero el Don no quiso darse por enterado.
– Todos sabemos la
desgracia que ha padecido tu hija –dijo Don
Corleone–. Si puedo ayudarla de algún modo, no tienes
más que hablar. Después de todo, mi esposa es su madrina. Nunca he
olvidado ese honor. Eso era una reprimenda. El empresario de pompas fúnebres
nunca había llamado “Padrino” a Don Corleone.
– ¿Puedo hablar con usted a solas? –preguntó
Bonasera, ruborizado.
– Tengo absoluta
confianza en estos dos hombres –dijo Don
Corleone, negando con la cabeza–. Ambos constituyen mi brazo derecho. No puedo insultarlos enviándolos fuera de esta
habitación.
Bonasera cerró los ojos durante un
segundo y luego empezó a hablar. Su voz era apenas audible, la misma que
empleaba para consolar a los familiares de los muertos.
– He dado a mi hija una educación
americana. Creo en América. Este país ha hecho mi fortuna. He concedido a la
chica absoluta libertad, pero le he enseñado siempre que no debía hacer nada
que pudiera avergonzar a su familia. Se hizo amiga de un muchacho no italiano.
Iba al cine con él, regresaba a casa muy tarde... Pero el muchacho nunca vino a
saludarnos, como padres de ella que somos. Lo acepté todo sin protestar; la
falta es mía. Hace dos meses, él y otro chico se la llevaron a dar un paseo en
coche. Los dos hicieron beber whisky a mi hija y luego trataron de abusar de
ella. Mi hija resistió, supo guardar su honra. Entonces le pegaron como si
fuera una bestia. Cuando acudí al hospital, tenía los ojos morados, la nariz
rota, la mandíbula destrozada. La pobre no cesaba de llorar. “¿Por qué lo han
hecho, papá? ¿Por qué tenían que hacerme esto?” No pude contenerme; yo también
me eché a llorar.
Bonasera no pudo decir nada más.
Estaba sollozando, a pesar de que su voz no había traicionado la emoción que
sentía.
Don Corleone, como a pesar de sí
mismo, hizo un gesto de simpatía, y Bonasera continuó, con la voz ahora rota
por el sufrimiento:
– ¿Por qué lloré en el
hospital? Ella era la luz de mi vida, era una hija muy cariñosa y muy hermosa.
Confiaba en la gente, pero ahora nunca más confiará en nadie. Ya nunca volverá
a ser hermosa.
Estaba temblando y su rostro, por lo
general pálido, había adquirido un intenso color grana.
– Acudí a la policía –prosiguió–,
como todo buen americano, y los dos muchachos fueron arrestados. Las pruebas
eran abrumadoras. Se confesaron culpables y el juez los condenó a tres años de
cárcel, pero suspendió la sentencia. Salieron en libertad el mismo día. Yo
estaba de pie en la sala del tribunal, y comprendí que había hecho el ridículo.
Al pasar, esos dos me sonrieron con sorna. En ese preciso instante le dije a mi
esposa: “Debemos acudir a Don Corleone, si queremos que se haga justicia”.
El Don tenía la cabeza inclinada en
señal de respeto por la pena de Bonasera. Sin embargo, cuando habló, las
palabras sonaron frías, con la frialdad de la dignidad ofendida.
– ¿Por qué acudiste a la
policía? ¿Por qué no viniste a mí desde el primer momento?
– ¿Qué quiere de mí? – Dijo
Amerigo Bonasera con voz apenas perceptible–. Pídame lo que quiera, pero
atienda a mi ruego.
Pese a sus palabras, su tono tenía
cierto deje de insolencia.
– ¿Y qué es lo que me
pides? –dijo Don Corleone, con voz grave.
Bonasera miró a Hagen y a Sonny
Corleone y negó con la cabeza. El Don, sentado todavía en la mesa de Hagen, se
inclinó hacia el empresario de pompas fúnebres. Bonasera dudaba. Luego acercó
los labios a la velluda oreja del Don, hasta rozarla. Don Corleone escuchó tal
como lo hace un cura en el confesionario: con la mirada ausente, impasible, remota.
Estuvieron así durante mucho rato. Al cabo Bonasera se enderezó, se separó del
Don, que le miraba gravemente, y con la faz encendida sostuvo aquella mirada.
– Eso no puedo hacerlo –respondió el
Don finalmente–. No hay nada que hacer.
– Pagaré todo lo que me
pida –dijo Bonasera en voz alta y clara.
Al oír estas palabras,
Hagen hizo un movimiento nervioso con la cabeza. Sonny Corleone, con los brazos cruzados, sonrió sardónicamente y
se alejó de la ventana para acercarse a los otros tres.
Don Corleone se levantó con el rostro
tan impasible como siempre.
– Tú y yo hace muchos años
que nos conocemos –dijo con una voz helada como la muerte–. A pesar de ello,
hasta hoy nunca me habías pedido consejo ni ayuda. Ni siquiera soy capaz de
recordar cuándo fue la última vez que me invitaste a tu casa para tomar café, a
pesar de que mi esposa es la madrina de tu única hija. Seamos francos: has
rechazado mi amistad porque no querías deberme nada.
– No quería verme
envuelto en líos –murmuró Bonasera.
– No. No hables. Creías que
América era un paraíso. Tenías un buen negocio y vivías muy bien. Pensabas que
el mundo era un edén del que podías tomar todo lo bueno. Nunca te has
preocupado de rodearte de buenos y verdaderos amigos. Después de todo ya tenías
a la policía y los tribunales para protegerte. Nada malo podía ocurrir; ni a ti
ni a los tuyos. Para nada necesitaban a Don Corleone. Muy bien. Has herido mis
sentimientos, y no soy de los que dan su amistad a quienes no saben apreciarla,
a quienes no me tienen en consideración.
El Don hizo una pequeña pausa, y antes
de continuar dirigió a Bonasera una sonrisa a la vez cortés e irónica.
– Ahora acudes a mi
diciendo: “Don Corleone; quiero que haga justicia”. Y no sabes pedir con
respeto. No me ofreces tu amistad. Vienes a mi casa el día de la boda de mi
hija, me pides que mate a alguien y dices –aquí el Don se puso a imitar la voz
y los gestos de Bonasera–: “Pagaré todo lo que me pida”. No, no. No te guardo
rencor, pero ¿puedes decirme qué te he hecho para que me trates con esta
absoluta falta de respeto?
– América se ha portado bien
conmigo. Quería ser un buen ciudadano y que mi hija fuera americana – dijo Bonasera, con la voz ahogada por la angustia y el temor.
El Don aplaudió.
– Has hablado bien, pero que
muy bien. Así pues, de nada puedes quejarte. El juez ha dictado sentencia.
América ha dictado sentencia. Cuando vayas al hospital, lleva a tu hija un ramo
de flores y una caja de bombones, eso la consolará. ¡Alégrate, hombre! Después
de todo, no ha sido nada grave; los muchachos eran jóvenes y alegres, y uno de
ellos es hijo de un político muy influyente. No, mi querido Amerigo, siempre
has sido honrado. A pesar de que hayas despreciado mi amistad, debo admitir que
para mí la palabra de Amerigo Bonasera vale más que la de cualquier otro
hombre. En fin, dame tu palabra de que vas a olvidarte de todo, como harían los
americanos. Perdona y olvida. La vida está llena de desgracias.
La cruel y desdeñosa ironía de estas
palabras, la ira contenida del Don, hicieron temblar al pobre empresario de
pompas fúnebres, quien, a pesar de todo, aún encontró fuerzas para decir con
arrogancia:
– Sólo le pido que haga
justicia.
– El tribunal ya hizo
justicia –adujo Don Corleone, con sequedad.
– No –replicó Bonasera, con
un gesto de obstinación–. Hizo justicia a los jóvenes, pero no a mí.
Con una ligera inclinación, el Don dio
a entender que había sabido apreciar la sutil diferencia.
– ¿Cuál es tu justicia? –preguntó
seguidamente.
– Has pedido más. Tu hija
está viva –señaló el Don.
– Que sufran como sufre ella
–convino Bonasera.
El Don aguardó a que el otro siguiera
hablando. Bonasera hizo acopio de valor.
– ¿Cuánto quiere? –dijo en tono
desesperado.
Don Corleone le volvió la espalda,
queriendo indicar que la entrevista había terminado. Pero Bonasera no se movió.
Finalmente, como un hombre de buen
corazón que no puede enfadarse con un amigo descarriado, Don Corleone se volvió
hacia el empresario de pompas fúnebres, que estaba tan pálido como uno de sus
cadáveres. No cabía duda; Don Corleone era amable y paciente.
– Ante todo ¿por qué temes
mostrarme lealtad? –dijo–. Acudes a los tribunales y tienes que esperar meses.
Te gastas el dinero en abogados que saben perfectamente que sólo conseguirás
ponerte en ridículo. Aceptas la sentencia de un juez que se vende como la peor
de las rameras. Años atrás, cuando necesitabas dinero, ibas a los bancos,
pagabas unos intereses ruinosos y aguardabas, sombrero en mano, como un
pordiosero, mientras ellos metían sus narices en tus asuntos para asegurarse de
que podrías devolverles el dinero.
Después de hacer una pequeña pausa, la
voz del Don se endureció.
– En cambio, si hubieses
acudido a mí, mi bolsa hubiera sido tuya. Si hubieses acudido a mí en demanda
de justicia, aquellos cerdos que dañaron a tu hija estarían llorando
amargamente desde hace tiempo. Si por desgracia, por circunstancias de la vida,
un hombre honrado como tú se hubiese creado algún enemigo, éste se hubiera
convertido automáticamente en enemigo mío –el Don apuntó con el dedo a Bonasera–.
Y créeme, te hubiese temido.
Bonasera inclinó la cabeza.
– Quiero su amistad. La
acepto –murmuró.
Don Corleone apoyó la
mano sobre el hombro de Bonasera.
– Bien, tendrás justicia –aseguró–.
Algún día, un día que tal vez nunca llegue, te llamaré para pedirte algún
pequeño servicio. Hasta entonces, considera esta justicia como un regalo de mi
esposa, la madrina de tu hija.
Cuando la puerta se cerró detrás del
agradecido empresario de pompas fúnebres, Don Corleone se volvió a Hagen.
– Encarga este asunto a
Clemenza y dile que se asegure de emplear gente preparada, gente que no se
emborrache con el olor de la sangre –ordenó–. Después de todo, y aunque este
ayuda de cámara de cadáveres desee lo contrario, no somos asesinos.
Notó que su hijo mayor, desde la
ventana, estaba contemplando la fiesta que se desarrollaba en el jardín. Don
Corleone pensó que era un caso perdido. Si se negaba a
aprender, Santino nunca podría hacerse cargo de los negocios familiares, nunca
podría llegar a ser un Don. Tenía que encontrar a algún otro, y pronto. Después
de todo, él, Don Corleone, no era inmortal.
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